TEMA 12
Géneros orales. La modalidad lingüística andaluza. El Realismo
Sesión cuarta:Analiza los modos de la narración (la manera de referir el discurso de los personajes, en dos grandes novelas del Realismo y el Naturalismo español:
TRAFALGAR. CAPÍTULO 9 (FRAGMENTO)
El
sol avanzaba hacia el zenit, y el enemigo estaba ya encima.
«¿Les
parece a ustedes que ésta es hora de empezar un combate? ¡Las doce del día!»
exclamaba con ira el marinero aunque no se atrevía a hacer demasiado pública su
demostración, ni estas conferencias pasaban de un pequeño círculo, dentro del
cual yo, llevado de mi sempiterna insaciable curiosidad, me había injerido.
No
sé por qué me pareció advertir en todos los semblantes cierta expresión de disgusto.
Los oficiales en el alcázar de popa y los marineros y contramaestres en el de
proa, observaban los navíos sotaventados
y fuera de línea, entre los cuales había cuatro pertenecientes al centro.
Se
me había olvidado mencionar una operación preliminar del combate, en la cual
tomé parte. Hecho por la mañana el zafarrancho, preparado ya todo lo
concerniente al servicio de piezas y lo relativo a maniobras, oí que dijeron:
«La
arena, extender la arena».
Marcial
me tiró de la oreja, y llevándome a una escotilla, me hizo colocar en línea con
algunos marinerillos de leva, grumetes y gente de poco más o menos. Desde la
escotilla hasta el fondo de la bodega se habían colocado, escalonados en los
entrepuentes, algunos marineros, y de este modo iban sacando los sacos de
arena. Uno se lo daba al que tenía al lado, éste al siguiente, y de este modo
se sacaba rápidamente y sin trabajo cuanto se quisiera. Pasando de mano en
mano, subieron de la bodega multitud de sacos, y mi sorpresa fue grande cuando
vi que los vaciaban sobre la cubierta, sobre el alcázar y castillos,
extendiendo la arena hasta cubrir toda
la superficie de los tablones. Lo mismo hicieron en los entrepuentes. Por
satisfacer mi curiosidad, pregunté al grumete que tenía al lado.
«Es
para la sangre -me contestó con indiferencia.
-¡Para
la sangre!» repetí yo sin poder reprimir un estremecimiento de terror.
Miré
la arena; miré a los marineros, que con gran algazara se ocupaban en aquella
faena, y por un instante me sentí cobarde. Sin embargo, la imaginación, que
entonces predominaba en mí, alejó de mi espíritu todo temor, y no pensé más que
en triunfos y agradables sorpresas.
El
servicio de los cañones estaba listo, y advertí también que las municiones
pasaban de los pañoles al entrepuente por medio de una cadena humana semejante
a la que había sacado la arena del fondo del buque.
Los
ingleses avanzaban para atacarnos en dos grupos. Uno se dirigía hacia nosotros,
y traía en su cabeza, o en el vértice de la cuña, un gran navío con insignia de
almirante. Después supe que era el Victory y que lo mandaba Nelson. El otro
traía a su frente el Royal Sovereign, mandado por Collingwood.
Todos
estos hombres, así como las particularidades estratégicas del combate, han sido
estudiados por mí más tarde.
Mis
recuerdos, que son clarísimos en todo lo pintoresco y material, apenas me
sirven en lo relativo a operaciones que entonces no comprendía. Lo que oí con
frecuencia de boca de Marcial, unido a lo que después he sabido, pudo darme a
conocer la formación de nuestra escuadra; y para que ustedes lo comprendan
bien, les pongo aquí una lista de nuestros navíos, indicando los desviados, que
dejaban un claro, la nacionalidad y la forma en que fuimos atacados.
Episodios Nacionales,
Benito Pérez Galdós
Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granate,
como si alguien pudiera verla desde el tocador. Dejó caer con negligencia su
bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda, como se la figuraba don
Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que Bermúdez podía representársela.
Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el
lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y
rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en
la cabeza algo inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la
curva graciosa de la robusta cadera. Parecía una impúdica modelo olvidada de sí
misma en una postura académica impuesta por el artista. Jamás el Arcipreste, ni
confesor alguno había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad de distender a
sus solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por
todo el cuerpo a la hora de acostarse. Nunca había creído ella que tal abandono
fuese materia de confesión.
Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de
bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla
en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto
que corría desde la cintura a las sienes.
–«¡Confesión general!» –estaba pensando–. Eso es la
historia de toda la vida. Una lágrima asomó a sus ojos, que eran garzos, y
corrió hasta mojar la sábana.
Se acordó de que no había conocido a su madre. -76-
Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados.
«Ni madre ni hijos».
Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla
la había conservado desde la niñez. –Una mujer seca, delgada, fría,
ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño.
Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del
lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía
llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la
sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era
todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad para
la pobre niña.
La Regenta, Capítulo III (fragmento)
Leopoldo Alas, Clarín
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